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  • Foto del escritorNuria Gómez Belart

El Cónsul


El domingo a la tarde fui al Teatro Colón para ver El Cónsul, una ópera compuesta por Gian Carlo Menotti en 1950. La obra, dividida en tres actos, trata sobre las angustias y desesperanzas de aquellos que buscan refugio y enfrentan la crueldad de la burocracia en un régimen totalitario.

La puesta en escena fue magistral, bajo la dirección musical de Marcelo Ayub y la dirección escénica de Rubén Szuchmacher. Carla Filipcic-Holm interpretó a Magda Sorel, la protagonista de esta historia. Sebastián Angulegui, en el papel de John Sorel, y Adriana Mastrángelo, en la piel de la secretaria del consulado, completan un elenco principal.

El Cónsul se presentó por primera vez en 1950 en el Schubert Theater de Filadelfia y rápidamente alcanzó reconocimiento internacional por su temática. Es notable cómo, a pesar de haber sido compuesta hace más de 70 años, su temática sigue siendo relevante. La ópera denuncia la violencia que se ejerce a través de la hiperburocracia, un mal que Menotti vio relacionado con los problemas migratorios posteriores a la Segunda Guerra Mundial, pero que resuena en la actualidad.

Ver esta ópera en el Colón es un recordatorio de que la historia tiene lecciones que aún no hemos aprendido. El Cónsul nos enfrenta a la terrible realidad de un mundo donde los derechos humanos pueden ser limitados, y donde la burocracia se convierte en un arma de opresión. Pero sin entrar en temas tan sensibles como el de la inequidad o la exclusión social, me quedé pensando en la importancia que conlleva hablar de temas como los que aborda El Cónsul en una época donde las resistencias al cambio están tan arraigadas es no solo relevante, sino urgente.

La ópera de Menotti nos enfrenta con una realidad incómoda: la violencia que se ejerce a través de la burocracia no es solo una cuestión del pasado, sino una problemática latente en nuestras sociedades actuales. Es un reflejo crudo de cómo los sistemas diseñados para proteger a las personas pueden, en cambio, deshumanizarlas y oprimirlas.

Hoy, cuando se habla de implementar el lenguaje claro en las administraciones públicas, encontramos una resistencia similar a la que enfrenta Magda Sorel al intentar obtener una visa en El Cónsul. El lenguaje claro, como propuesta, busca humanizar el vínculo entre el Estado y la ciudadanía, facilitar la comprensión y garantizar que las comunicaciones oficiales no se conviertan en barreras insalvables para las personas. Sin embargo, este esfuerzo choca con una inercia institucional que prefiere mantener “las cosas como siempre se hicieron”.


Todavía se subestima la importancia del lenguaje claro y las políticas que van de la mano de la claridad en las comunicaciones, como la despapelización y la desburocratización. La verdad es que se trata una herramienta poderosa para combatir la opacidad y la despersonalización que caracterizan a muchas interacciones entre los ciudadanos y el Estado. Al igual que la hiperburocracia en El Cónsul, el lenguaje complejo y enrevesado puede convertirse en un medio de control, una forma de mantener a las personas a raya, de hacerles sentir que están a merced de un sistema impersonal y ajeno a sus necesidades.

El problema es que muchos funcionarios ven en el lenguaje claro una amenaza a la tradición, a la manera “correcta” de hacer las cosas. Pero esta preferencia por lo que es familiar y conocido, por mantener la jerga técnica y la formalidad excesiva, no solo perpetúa la desconexión entre el Estado y la ciudadanía, sino que refuerza una estructura que, en lugar de servir a la comunidad, se sirve a sí misma.

Implementar el lenguaje claro no es solo una cuestión de estilo o de modernización. Es una apuesta por la transparencia, por la accesibilidad, por un Estado que realmente se preocupa por ser comprendido por todos sus ciudadanos. Es un acto de humanización, una manera de reconocer que las personas no son números en una planilla, sino seres humanos con derechos y dignidad. La resistencia a este cambio no es irrelevante. Es un reflejo de cuánto falta aún por hacer para que el Estado cumpla con su deber de servir a su gente de manera justa y efectiva.


La lección de El Cónsul es nítida: cuando el sistema se vuelve tan opaco y despersonalizado que se convierte en un obstáculo para la vida de las personas, la tragedia no tarda en aparecer. Si no aprendemos de esta ópera y de la realidad que denuncia, corremos el riesgo de perpetuar un sistema que, lejos de proteger, aplasta a aquellos que debería ayudar. Por eso, es fundamental insistir en la importancia del lenguaje claro y no permitir que las resistencias internas sigan perpetuando un modelo de comunicación que, en última instancia, deshumaniza y excluye.

Es un verdadero privilegio que obras como El Cónsul se presenten en teatros de la talla del Colón, un espacio que no solo enaltece la cultura, sino que también ofrece la oportunidad de reflexionar sobre problemáticas profundas y actuales. Esperemos que esta ópera resuene en el corazón de quienes tienen el poder de cambiar las cosas, de aquellos que, desde sus puestos en la administración pública, pueden optar por humanizar y fortalecer el vínculo entre el Estado y la ciudadanía con empatía y claridad.


Si querés ver la transmisión en vivo: https://www.youtube.com/watch?v=9td0r3ZxmyU

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