Desde los orígenes del Estado Argentino, la discusión sobre el centro y los márgenes estuvo presente. Los intelectuales de la época tenían la difícil tarea de pensar un prototipo de nación que permitiera reproducir el sistema de acumulación capitalista agroexportador. Con la mirada puesta en Europa, adoptaron una filosofía positivista (con discursos de autores, como Bunge, José Ingenieros o Ramos Mejía) que proponía dejar atrás el dogma religioso y adoptar el pensamiento racional científico, centrado en el biologisismo darwiniano, con su premisa fundamental: sobrevive el más apto.
¿Quiénes eran los más aptos? El argentino blanco y el inmigrante europeo que iba a catalizar el progreso, al contrario del gaucho, el mestizo o el indio que solo eran trabas para esa argentina con la que el conservadurismo de la época soñaba. Así se instala un germen que, lejos de reivindicar la Revolución de Mayo, reproduce los ideales de la colonialidad. Esta idea habita en la esencia de la Argentina, en el ADN de un país que nació queriendo ser otro.
En un mundo marcado por estas líneas divisorias, desigualdades y exclusiones, la humanidad se encuentra ante a una pregunta: ¿cuántos márgenes pueden habitarse? La Historia se ha ocupado de reproducir espacios periféricos, relegados al olvido o forzados al silencio. Sin embargo, en esos intersticios de la sociedad, se aloja una riqueza cultural, una diversidad que viene a romper los esquemas establecidos. La antinomia entre negros y blancos, entre el interior y la capital, entre pobres y ricos, entre putos y pakis, han sido, en muchos casos, una narración que ha marginado a aquellos que no encajan en los cánones preestablecidos de poder y normatividad.
En El David marrón, dirigida por Laura Fernández, David —el marrón— enamorarse de Juan en un rincón inusual: la tetera de un museo de la Ciudad de Buenos Aires. Entre esculturas europeas, obras de arte argentino y mingitorios, se desarrolla una relación apasionada y prohibida. David, el de Miguel Ángel, y su figura de mármol, tan gélida y eternamente blanca, se convierte en un testigo mudo de este relato.
La trama teje un triángulo romántico que confronta las nociones convencionales de belleza, bondad y pureza. Juan, el rubio, y David, el marrón, enfrentan prejuicios arraigados en una sociedad que históricamente ha otorgado a la blanquitud un estatus privilegiado.
Guidiño interpela al público con una afirmación poderosa: «El David de Miguel Ángel tiene la culpa de que todos sean blancos». Es una declaración crítica a cómo las representaciones visuales en el arte han contribuido a la construcción de una narrativa blanca hegemónica, donde los cuerpos de las minorías son excluidos. Ya lo dijo Susan Sontag en sus textos sobre fotografía: «La fotografía es, antes que nada, una manera de mirar. No es la mirada misma».
Esta obra se ocupa de cuestionar todas estas normas impuestas por la cultura, y explora las complejas intersecciones de raza, género y orientación sexual. David, el marrón, lleva al público de la mano a través de su propia experiencia, y relata el día que conoció a Juan. Sus palabras están imbuidas de emoción y vulnerabilidad mientras describe los detalles de ese encuentro fortuito que marcó el inicio de su relación. David cuenta cómo se enamoró de Juan de manera inmediata, cómo las primeras semanas juntos fueron un torbellino de emociones y complicidad. En sus recuerdos iniciales, la inocencia y la felicidad de ese amor incipiente resplandecen con una luz fuerte, pero a medida que avanza, la narración se va oscureciendo.
Con un toque de amargura, se empieza a plantear preguntas que se vuelven cada vez más inquietantes. ¿Qué era lo que realmente le gustaba a Juan de él? ¿Era su negrura? ¿Su cara de indio? Con intensidad creciente, estos diálogos exponen a su conflicto interno. Inicialmente, el público ve a un David inocente y dispuesto a entregarse por completo, pero a medida que la trama avanza, su mundo emocional se desmorona. Se da cuenta de que, desde el principio, había algo que no encajaba, algo que hacía que Juan se sintiera incómodo con su apariencia. El cuestionamiento de su propia identidad nacional como argentino se convierte en un tema central, y arroja luz sobre las tensiones entre las diferentes facetas de su persona. El desamor y la furia emergen como protagonistas, se cuela el discurso de la lucha, la defensa del ser marrón y la reivindicación de la cultura indígena. Una vez vulnerable y embelesado, el protagonista se convierte en un defensor de su herencia cultural y racial, lo que le otorga un carácter de redención y empoderamiento.
Durante todo este relato, el actor posa su mirada en los espectadores. Esa mirada fija y llena de emociones, que a menudo bordea las lágrimas, se convierte en un recurso teatral potente, haciendo que el público se sienta incómodo e involucrado de manera personal con lo que se desarrolla en el escenario. Cada mirada es un llamado a la empatía, a la reflexión de las complejidades de la experiencia de vivir en los márgenes, y cuestiona las propias percepciones y prejuicios.
El David marrón trasciende la historia de un romance gay para convertirse en un testimonio de la lucha contra la discriminación, la autoaceptación y la defensa de la identidad en un mundo que intenta relegar a las personas por su apariencia y sus diferencias. En el cierre, estas ideas se entrelazan para dar a la obra una circularidad significativa.
En los márgenes se escriben crónicas alternativas, se forjan singularidades diversas, y se pelean las jerarquías impuestas. Los márgenes son, en esencia, lugares de potencia, donde las experiencias vividas y las voces silenciadas reclaman su lugar.
Ficha de la obra
Dramaturgia y actuación: David Gudiño Dirección: Laura Fernández Asistencia de dirección: Gabino Torlaschi Escenografía: Norberto Laino Vestuario: Rodrigo González Garillo Iluminación: Matías Sendón Fotografía: Alejandra López Diseño gráfico: Martín Gorricho Estilismo: Lima de Souza Prensa: Mutuverria
Comments