
Desde chicos aprendimos que las princesas son buenas y que las brujas son malas, que Cenicienta era la víctima y que sus hermanastras eran crueles. Sin embargo, cuando Cenicienta condena a sus hermanastras, no muestra un ápice de piedad ni de empatía, y esa falta de compasión parece no perturbarnos. De forma similar, los músicos también cargan con estereotipos: un cantante de Heavy Metal debería ser rudo, un ícono del Funk debería ser inquebrantablemente masculino, y un intérprete de baladas melosas, afeminado. Pero James Brown, a pesar de ser un símbolo de virilidad, era extremadamente cuidadoso de su estética... y usaba ruleros.
Los nombres y las etiquetas permiten identificar a las personas, las entidades y las cosas, y sirven como anclajes que ordenan nuestras ideas y percepciones sobre el mundo. Sin embargo, ninguna de estas realidades se define exclusivamente por su nombre. La identidad, como una construcción social, se despliega como un corset que ajusta y regula las relaciones entre los conceptos y los nombres que los representan. Este corset, aunque aparentemente sólido, se tambalea cuando surge la idea de la autopercepción, una fuerza que invita a redefinir lo que somos más allá de las palabras impuestas desde fuera.
El teatro, como espacio de exploración simbólica, ha trabajado esta tensión entre lo que se es y lo que se nombra desde múltiples perspectivas. En James Brown usaba ruleros, Yasmina Reza propone una lectura original y provocadora sobre la identidad, al llevarla a colisionar con los discursos contemporáneos de género, salud mental y normalidad. La obra, dirigida por Alfredo Arias, instala un juego de espejos entre lo que los personajes creen ser, lo que los demás ven en ellos y las imposiciones sociales que delimitan la expresión del ser. Desde allí, el espectáculo se despliega con humor y profundidad, cuestionando las certezas sobre lo que entendemos como real y lo que aceptamos como verdadero.
La historia gira en torno a Jacob (Dennis Smith), un joven internado en una clínica psiquiátrica tras anunciar que es Céline Dion. Sus padres, Pascaline y Lionel Hutner (Claudia Cantero y Marcos Montes), abrumados por la incomprensión y la angustia, intentan acercarse a este mundo de fantasía, sin lograr comprenderlo del todo. Smith, con una técnica vocal impecable, encarna una Céline Dion llena de vida, que canta con pasión los éxitos de la estrella canadiense, mientras su personaje se aferra con fervor a su autopercepción. La actuación de Juan Bautista Fernandini, como Philippe, otro paciente que se identifica como afroamericano, es también conmovedora, agregando matices sobre la percepción y el reconocimiento del otro.
La psiquiatra (Adriana Pegueroles), en un registro irónico y a menudo desconcertante, propone tratamientos cuya eficacia es cuestionable, lo que alimenta una atmósfera de dudas sobre las fronteras entre locura y cordura. La puesta en escena, diseñada por Julia Freid, configura un espacio clínico futurista y simbólico, con tres campanas de cristal que aíslan y exhiben a cada uno de los personajes. El vestuario de Julio Suárez mezcla elementos de la cultura pop con una estética camp, que refleja la temática de juego de roles imperante en toda la obra.
Uno de los temas más profundos que atraviesan la obra es la incomunicación, marcada por el temor a ser quienes realmente somos. Todos los personajes exhiben este problema, pero es en Lionel (Marcos Montes) y Jacob/Céline (Dennis Smith) donde el abismo interior se manifiesta con mayor intensidad. Lionel, como padre, carga con el peso de expectativas que no logra verbalizar, atrapado entre el amor hacia su hijo y la imposibilidad de comprenderlo. Jacob, en cambio, enfrenta una contradicción constante: se le niega el derecho a ser otra persona, como si esa elección fuera una amenaza para el orden establecido. Sin embargo, lo que la obra sugiere con sutileza es que esa resistencia oculta una incapacidad para admirar la belleza de quien decide ser libremente.
La desconexión entre ambos mundos, el del hijo y el de los padres, no es solo una cuestión de falta de comunicación sino de miedo a la transformación. El entorno clínico simboliza este miedo: las campanas de cristal, con su doble función de exhibir y aislar, refuerzan la imposibilidad de un verdadero acercamiento. Jacob, como Céline, brilla en escena con una vitalidad que desborda lo establecido, mientras su padre observa, impotente, el despliegue de una realidad que no puede abarcar con las categorías a las que está habituado.
El texto de Reza se destaca por un humor inusual, que va desde lo absurdo hasta lo poético, y permite a los personajes moverse entre el drama y la comedia sin perder la naturalidad. Con la inteligente dirección de Alfredo Arias, cada actuación mantiene un ritmo preciso y un equilibrio perfecto entre las emociones exacerbadas y la crítica sutil a los discursos dominantes sobre la identidad. Sin ofrecer respuestas cerradas, la obra invita al espectador a confrontar las máscaras que todos llevamos, en un viaje donde la música, la luz y la palabra construyen un universo de múltiples significados.
Ficha de la obra:
Autoría: Yasmina Reza
Adaptación: Gonzalo Garcés
Versión: Alfredo Arias
Traducción: Gonzalo Garcés
Actúan: Claudia Cantero, Juan Bautista Fernandini, Marcos Montes, Adriana Pegueroles, Dennis Smith
Diseño de vestuario: Julio Suárez
Diseño de escenografía: Julia Freid
Diseño sonoro: Mauro Do Campo, Nahuel Martínez
Música: Alejandro Terán
Diseño De Iluminación: Matías Sendón
Asistencia de escenografía: Pia Drugueri
Asistencia de iluminación: Adrián Grimozzi
Asistencia de vestuario: Analía Morales
Asistencia de dirección: Luciana Milione
Producción técnica: Magdalena Berretta Míguez
Coordinación de producción: Lucía Hourest, Macarena Mauriño
Coordinación De Vestuario: Carolina Langer
Coordinación técnica: Fabián Barbosa, Luciana Hernández, Ana Iglesias, Cecilia Núñez
Dirección: Alfredo Arias
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